martes, 15 de marzo de 2011

EL CEREBRO Y EL MITO DEL YO. Conversaciones con Rodolfo Llinás.



«El cerebro es una entidad muy diferente
de las del resto del universo.
Es una forma diferente de expresar todo.
La actividad cerebral es una metáfora para todo lo demás.
Somos básicamente máquinas de soñar
que construyen modelos virtuales del mundo real».

No son palabras de un filósofo ni de un poeta, aunque su obra establece un puente entre éstos y la ciencia. Es la provocadora conclusión a la que ha llegado, tras cuarenta años de estudiar el sistema nervioso, uno de los cerebros más brillantes de nuestra época: el neurocientífico Rodolfo Llinás Riascos.

Partió del estudio microscópico del funcionamiento unicelular de las neuronas hasta convertirse en fundador y pionero de la neurociencia. Ésta integra diversas ciencias para entender el funcionamiento del cerebro: biología, filosofía, fisiología, sistemas, bioelectricidad, cognición, psicología, medicina, psiquiatría, informática, zoología, evolución, antropología y geometría, por mencionar sólo algunas.

En todas esas aguas navega con propiedad Llinás, hasta revolucionar el concepto que antes se tenía sobre el sistema nervioso, es decir, «la esencia de la naturaleza humana». Sus colegas dicen que la obra de Llinás rompe por completo las antiguas creencias y marca un nuevo paradigma sobre la manera de entendernos a nosotros mismos y nuestra interacción con lo que llamamos «realidad».

Luego de publicar más de quinientas investigaciones y catorce libros científicos, Llinás decidió compartir sus hallazgos con el público no especializado a través de un libro pedagógico que sintetiza su hipótesis sobre la electrofisiología de la subjetividad: El cerebro y el mito del yo, de Editorial Norma.

En la obra, salpicada de metáforas tan didácticas, cómicas y lúcidas como su autor, se resume el trabajo de este colombiano de 68 años, nacionalizado hace cuarenta en Estados Unidos, director del Departamento de Fisiología y Neurociencia de la Universidad de Nueva York, asesor de la Nasa, miembro de las academias de Ciencia de Estados Unidos, Francia, España y Colombia, y varias veces postulado al premio Nobel, entre muchas otras distinciones.
Con su melena cana y una inexplicable belleza infantil en el esplendor de su sexto piso, dialogó así con Número:

¿Por qué nos parece tan misteriosa la mente?

Supongo que la conciencia, el pensamiento y los sueños nos resultan tan extraños porque parecen ser impalpablemente internos. Ello podría deberse a que, desde un punto de vista evolutivo, nosotros los vertebrados podemos considerarnos crustáceos volteados hacia fuera.

Me explico: los crustáceos son exoesqueléticos, es decir, tienen un esqueleto externo. En cambio, nosotros somos endoesqueléticos, o sea, tenemos un esqueleto interno. Esto implica que, desde cuando nacemos, somos altamente conscientes de nuestros músculos, pues los vemos moverse y palpamos sus contracciones. Comprendemos de una manera muy íntima la relación entre la contracción muscular y el movimiento de las diversas partes del cuerpo. Desgraciadamente, nuestro conocimiento acerca del funcionamiento del cerebro no es directo. ¿Por qué? Porque en lo que a masa cerebral se refiere, ¡somos crustáceos! Nuestro cerebro y nuestra médula espinal están cubiertos por un exoesqueleto implacable: el cráneo y la columna vertebral.

A diferencia del resto del cuerpo, no vemos ni oímos nuestro cerebro, no lo sentimos palpitar, no se mueve y no duele si lo golpeamos, ya que está protegido por la portentosa estructura del cráneo. Si tuviéramos la masa cerebral por fuera del cráneo y pudiéramos ver o sentir el funcionamiento del cerebro, nos resultaría obvia la relación entre la función cerebral y la manera como vemos, sentimos o pensamos. De la misma manera que ahora nos resulta obvio lo que sabemos sobre el funcionamiento de músculos y tendones, cuyo movimiento disfrutamos tanto que organizamos competencias mundiales para comparar y medir masas musculares.

Pero no disponemos de una parafernalia análoga para medir directamente el funcionamiento del cerebro. Supongo que por eso algunas personas piensan que la mente, la conciencia o el «yo» están separados del cerebro. Y por eso en la neurociencia se dan conceptos muy diversos sobre la organización funcional del cerebro.

En cuanto a nuestros amigos los crustáceos, que no se dan el lujo de conocer en forma directa la relación entre la contracción muscular y el movimiento, el problema de cómo se mueven, en caso de que pudieran considerarlo, podría resultarles tan inexplicable como lo es para nosotros el pensamiento o la mente.

Por eso decían que el cerebro es una «caja negra» misteriosa, hasta cierto punto pasiva, con la que llegamos «en blanco» al nacer y que recibe estímulos del mundo externo, los interpreta y devuelve a través de los sentidos. ¿Qué opina usted?

Digo que el cerebro enfrenta al mundo externo, no como una máquina adormilada que se despierta sólo mediante estímulos sensoriales, sino por el contrario como un sistema cerrado, autorreferencial (parecido al corazón), en continua actividad, dispuesto a interiorizar e incorporar en su más profunda actividad imágenes del mundo externo, aunque siempre en el contexto de su propia existencia y de su propia actividad eléctrica intrínseca.

Para funcionar, el sistema no depende tanto de los sentidos como creíamos, como lo prueba el hecho de que podemos ver, oír, sentir o pensar cuando soñamos dormidos o cuando fantaseamos despiertos, en ausencia de estímulos sensoriales.

Tampoco creo que el sistema nervioso sea una tabla rasa en el momento del nacimiento. Años de evolución hacen que cada bebé nazca con un cerebro hasta cierto punto organizado, con un «a priori neurológico» que le permite ver, sentir u oír sin necesidad de aprender a hacerlo. Nacemos, por ejemplo, con la capacidad de aprender cualquier idioma. Serán la cultura y la educación las que determinen cuál. Pero la estructura básica nace con nosotros.

La historia evolutiva demostró que únicamente los animales capaces de moverse necesitan cerebro (por eso las plantas, quietas y arraigadas, aunque tan vivas como nosotros, no lo necesitan). Y que, en principio, la función principal de éste es la capacidad de predecir los resultados de sus movimientos con base en los sentidos. El movimiento inteligente se requiere para sobrevivir, procurarse alimento, refugio y evitar convertirse en el alimento de otros, pero como sería imposible sobrevivir si predijéramos con la cabeza y con la cola al mismo tiempo, se necesita centralizar la predicción en el cerebro. A esa centralización de la predicción la conocemos como el «sí mismo» de cada uno de nosotros.

¿Por qué dice que el color, el dolor o el sonido no existen afuera sino adentro?

Lo que hay afuera no es necesaria y únicamente lo que los seres humanos vemos. En realidad, afuera hay todo un caos lleno de cosas que nuestro cerebro no percibe porque no tiene necesidad de hacerlo para sobrevivir: ondas sonoras, electromagnéticas, átomos, partículas de aire, etc. Cada cerebro animal, incluido el humano, aprendió evolutivamente a discriminar de ese caos externo sólo aquello que requiere para sobrevivir. Por eso, los perros «ven» con el olfato, los murciélagos ciegos con el oído, los pajaritos ven muchos más colores que nosotros y no tenemos seguridad de que sean los mismos nuestros, etcétera.

Ejemplo: si un perro y una persona quieren buscar a alguien en un aeropuerto, le damos a la persona una foto del extraviado y al perro una media. Pero si lo hacemos al revés, la foto para el perro y la media para la persona, ¡seguramente nunca encontraremos al perdido! (risas).

Así, se establece un diálogo entre nuestro mundo interno y el mundo externo, por medio de los sentidos, que nos permite elaborar representaciones virtuales de los fragmentos del mundo real que necesitamos para sobrevivir. Pero no tenemos la visión íntegra de todo lo que hay allá afuera. Lo que pasa es que a través de unos quinientos o setecientos años de evolución, los humanos nos hemos puesto de acuerdo en una especie de «alucinación colectiva estándar» y vemos más o menos lo mismo. Eso es lo que nos permite ser una sociedad con referentes universales.

¿Por qué dice que el «yo» es un mito?

Los seres humanos no tenemos cerebro. Somos nuestro cerebro. Cuando le cortan la cabeza a alguien, no lo decapitan sino que lo decorporan. Porque es en este prodigioso órgano donde somos, donde se genera nuestra autoconciencia, el «yo» de cada uno. Por tanto, lo que llamamos «yo» no es separable del cerebro. Si dijéramos «el cerebro me engaña», la implicación sería que mi cerebro y yo somos dos cosas diferentes. Mi tesis central es que el «yo» es un estado funcional del cerebro y nada más, ni nada menos.

El «yo» no es diferente del cerebro. Ni tampoco la mente. Son unos de tantos productos de la actividad cerebral, a partir de la cual hemos llegado a la Luna y tenemos posibilidades ilimitadas de hacer realidad nuestros sueños.

¿Cómo puede ser el «yo» un estado funcional del cerebro?

El núcleo de mi tesis radica en el concepto de oscilación neuronal, como la de las cuerdas de una guitarra o de un piano cuando las pulsamos. Las neuronas tienen una actividad oscilatoria y eléctrica intrínseca, es decir, connatural a ellas, y generan una especie de danzas o frecuencias oscilatorias que llamaremos «estado funcional».

Por ejemplo, los pensamientos, las emociones, la conciencia de sí mismos o el «yo» son estados funcionales del cerebro. Como cigarras que suenan al unísono, varios grupos de neuronas, incluso distantes unas de otras, oscilan o danzan simultáneamente, creando una especie de resonancia. La simultaneidad de la actividad neuronal (es decir, la sincronía entre esta danza de grupos de neuronas) es la raíz neurobiológica de la cognición, o sea, de nuestra capacidad de conocer.

Lo que llamamos «yo» o autoconciencia es una de tantas danzas neuronales o estados funcionales del cerebro. Hay otros estados funcionales que no generan conciencia: estar anestesiado, drogado, borracho, «enlagunado», en crisis epiléptica o dormido sin soñar. Cuando se sueña o se fantasea, ya hay un estado cognoscitivo, aunque no lo es en relación con la realidad externa, dado que no está modulado por los sentidos.

Pero en los otros casos o estados cerebrales, la conciencia desaparece y todas las memorias y sentimientos se funden en la nada, en el olvido total, en la disolución del «yo». Y, sin embargo, utilizan el mismo espacio de la masa cerebral y ésta sigue funcionando con los mismos requisitos de oxígeno y nutrientes.

Aunque el estado funcional que denominamos «mente» es modulado por los sentidos, también es generado, de manera especial, por esas oscilaciones neuronales. Por tal razón podríamos decir que la realidad no sólo está «allá afuera», sino que vivimos en una especie de realidad virtual.
Es decir, que no es tan distinto estar despierto que estar dormido...

El cerebro utiliza los sentidos para apropiarse de la riqueza del mundo, pero no se limita a ellos. Es básicamente un sistema cerrado, en continua actividad, como el corazón. Tiene la ventaja de no depender tanto de los cinco sentidos como creíamos. Por eso, cuando soñamos dormidos o fantaseamos, podemos ver, oír o sentir, sin usar los sentidos, y por eso el estado de vigilia, ese sí guiado por los sentidos, es otra forma de «soñar despiertos».

El cerebro es una entidad muy diferente de las del resto del universo. Es una forma distinta de expresar «todo». La actividad cerebral es una metáfora para todo lo demás. Tranquilizante o no, el hecho es que somos básicamente máquinas de soñar que construyen modelos virtuales del mundo real.

¿Cómo mantener activa nuestra «máquina de soñar»?

Estamos hablando de que todos estos prodigios de la mente se generan en tan sólo un kilo y medio de masa cerebral, con un tenue poder de consumo de catorce vatios. De manera que para mantenerla en forma se requieren buena nutrición, buena oxigenación y protegerse de golpes.

Sin embargo, lo más importante es usar el cerebro, cosa que muchas personas no parecen tener tan claro. El problema es que la inteligencia es limitada pero la estupidez es infinita. Por eso es tan urgente promover una buena educación, que enseñe a pensar claramente a través de conceptos y no de mera memorización de datos. Hay que entender la diferencia entre saber (conocer las partes) y entender (ponerlas en contexto). Por ejemplo, una lora sabe hablar pero no entiende nada.

¿Por eso en su investigación se busca la síntesis y no la especialización, propia de la ciencia positiva estadounidense?

El análisis del detalle es más fácil que la síntesis, pero no es suficiente. Como en la película La tienda de empeño, donde Chaplin atiende a un cliente que le pide arreglar un reloj. Saca abrelatas, alicates, empieza a sacar las partes hasta desbaratarlo por completo. Luego pone todos los pedazos en el sombrero y se los entrega al desolado cliente. ¡El señor desbarató el reloj y no lo pudo volver a construir! Así es la ciencia analítica o especializada: sin la síntesis, sólo tiene grandes cantidades de pedazos de cosas.

No obstante, es incorrecto decir que mi trabajo es síntesis de fisiología con biología, con zoología, entre otras ciencias. Mi interés es explicar cómo son las cosas. El problema es que esos cajones del saber («esto es física, esto es química, etc.») son artificiales, por lo cual yo no los respeto. El mundo es uno. Y la gente le da nombres porque es estúpida y se fracciona en función de palabras, en vez de tomar las cosas por lo que son.

Lo que estoy tratando de hacer es muy peligroso, porque yo me puedo mover de lo molecular a lo cósmico, sin problemas. Y eso resulta sospechoso para los científicos tradicionales, que sólo respetan el conocimiento muy especializado. En términos generales, los científicos se catalogan entre «topos» y «zorros». Los topos taladran, buscan la profundidad y cada vez saben más y más de una sola cosa. Los zorros lo ven todo, pero por lo mismo saben poco de mucho.

Alguien dijo sobre mi trabajo: «Ese señor Llinás es ambas cosas: un topo y un zorro. O mejor, un ¡“zorrotopo”!» (risas). Mi propuesta es que la ciencia sea análisis y síntesis, que la neurociencia se aventure a cuatro órdenes de magnitud y no sólo se quede en lo microscópico, y que así podamos no sólo saber sobre el cerebro, sino entenderlo, porque mientras más comprendamos la portentosa naturaleza de la mente, el respeto y la admiración por nuestros congéneres se verán notablemente enriquecidos.

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